No se cansará de esperarte, aquel que no se canse de mirarte.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Un vagabundo

Madrid se acuesta despejado. Algunas estrellas asoman entre las nubes y la calle resuena con el golpear de mis botas. El frío me cala los huesos y me despeja mientras deambulo sin rumbo fijo. Después de un domingo cualquiera apuro los últimos resoplos de otro fin de semana que se va. Las calles están vacías y los bares llenos. Me alejo de mi casa sin rumbo fijo, atravesando un parque que me resulta familiar. Sigo en el barrio: en la parte baja de mi barrio.

Mañana se presenta duro. Pasado infernal. Los recortes de personal y el nuevo accionista mayoritario hacen del cierre de este mes un cierre especialmente complicado. El miércoles una tregua y más de lo mismo jueves y viernes. Llego a un supermercado 24 h. Giro a la derecha.

Repaso un fin de semana un tanto particular. Intenso. Cargado de actividades, emociones y presentaciones. El primer fin de semana en Madrid después de dos semanas. Todavía no ha acabado. No quiero que acabe. Lo he exprimido hasta la última gota pero necesito más.

Una calle con farolas encendidas. Coches a ambos lados. Los unos junto a chalets, los otros junto a un bloque de apartamentos bien conocido. ¿Qué me ha llevado hasta aquí? Mientras una pareja pasea abrazada junto a mí, llego a un garaje.

El frío parece remitir. Entro en el garaje sin saber cómo he salido a pasear con la llave de ese garaje. No son las nueve todavía. Algo tarde. Muy tarde para algunas cosas. Con una bandera blanca subo a un tercer piso. Ante la puerta dudo. Oigo risas dentro. Espero, escucho y dudo.

Llega el vecino del A. Me saluda y me pregunta cómo va todo. Le digo que bien, que si le ha tocado guardia en la comisaría. Asiente. No encuentra las llaves y yo sigo frente a la otra puerta. Solo tengo una alternativa. Toco el timbre. Las risas cesan y suenan unos pasos. El vecino por fin entra en casa.

Una cara familiar se asoma por la puerta. Muestra sorpresa. No desagrado. Me deja pasar y se va al fondo. La casa está caliente y en el baño se oyen chapoteos. Cierro la puerta y la sigo. Al entrar en el baño se desata un estallido de risas, gritos y sonrisas. La cara familiar muestra cierto desagrado. Tras un frío saludo, le ayudo con una toalla mientras el chapoteo termina con media bañera vacía.

Pañales, biberones y cunas. Antes de las diez me enfrento a la pregunta de por qué he ido. Me disculpo por no avisar y le miro a la cara. No tengo que decir más. Me comenta que en la nevera hay un poco de embutido y unos yogures. Le comento si también tiene un sillón. Se le escapa un atisbo de duda, que pasa casi inadvertido. Sin embargo lo veo. Vuelvo a disculparme y una lágrima recorre mi mejilla. - Siempre disculpándote sin hacer nada por evitarlo – me increpa.

Ceno algo sin apetito y recojo los platos. Ella no toma nada. Nos sentamos y hablamos de tonterías. Del día. De la niña. De lo bueno y de lo malo. De la semana que se aproxima y de los errores cometidos. No hay rencor, tampoco nada más. Ella madruga. Mucho. Me da una manta y me dice que mañana apague la calefacción al irme. De la pequeña se ocupa ella.

Se va. Recuerdo por qué la he querido y revivo por qué me fui. El salón está caldeado, pero una frialdad de fondo me hace estremecer. En la librería hay tres huecos vacíos. El cuarto está dentro de mí.

En la televisión están poniendo otro partido de fútbol. Ya no sé cuantos van. Películas empezadas, programas terminando. Es muy tarde, pero oigo la televisión del dormitorio y un nudo se me aprieta en el estómago. Me levanto sin hacer ruido. Camino sin encender las luces. Conozco de memoria la casa. Bajo una puerta asoma la luz de una televisión. Entro en la habitación. Ella está despierta en el lado izquierdo de la cama y asiente. Me voy al derecho. Me meto. La abrazo y me duermo. Los problemas se difuminan con su abrazo mientras mi musa se acerca en sueños a mi rescate. Ella siempre acude.

Una alarma me roba mi sueño. Me despierta. Me trae a la normalidad. Son las 8:00. La cama está congelada desde hace dos horas. Tengo el tiempo justo para llegar a casa, arreglarme y a la oficina. Hago la cama, apago la calefacción y me voy. Sé que no volveré a esa cama. No ya más. Todos erramos, pero un día muy duro me espera por delante como para pensar ahora en esto.

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