El barco llevaba crujiendo mucho tiempo. La podredumbre afectaba a un casco viejo y destartalado que había vivido tiempos mejores. La arboladura soportaba a duras penas unas velas raídas y las jarcias se balanceaban golpeando sin ton ni son. Las nubes no presagiaban nada bueno y, el capitán, en un estado de embriaguez absoluto se había encerrado en su camarote. No quedaba tripulación, al margen de tres curtidos marineros que se emperraban en mantener la nave a flote. Los botes se habían arriado repletos con todos aquellos que desesperados habían desistido de luchar contra lo inevitable.
En el cuaderno de bitácora, las primeras anotaciones del día, con letra firme, indicaban cómo la situación seguía siendo desesperada. Sin casi comida, en mitad del océano y con una tormenta en ciernes, todo estaba presto para terminar en tragedia. La vía de agua que llevaba meses sin ser reparada, estaba ensanchando día a día y esa noche se esperaba la peor tormenta que el buque había conocido. El estado de ánimo estaba por los suelos. Dos de los marineros hacía tiempo que se habían amotinado pero ya sea por un atisbo de lealtad o por un afecto hacia el capitán, se negaban a abandonar el barco. El contramaestre, todavía trataba de convencerle de que con su pericia y un poco de suerte aún podían sortear la tormenta.
El capitán, una persona huraña y curtida en mil batallas, se emperraba en que el barco aguantaría cualquier envite y que solamente había que preocuparse de la vía de agua, a pesar de que el contramaestre le advertía de que esta no tenía solución. La bomba de agua se había estropeado y con solo seis manos, no sería posible pasar de aquella noche sin que el barco se hundiera. El segundo de abordo y el grumete amotinados desconocían este problema y su mayor preocupación era la falta de gobierno en una nave completamente perdida en medio de la inmensidad. Sabían que aun arriando el bote que quedaba, la tormenta y la falta de víveres hacían complicada la supervivencia. Hacía meses que se habían amotinado, pero ahora sabían que deberían haber abandonado el buque, cuando todavía resonaban en el cielo los gritos de las gaviotas.
A la segunda hora de la noche, cuando el capitán se retorcía febrilmente entre alucinaciones, el segundo se decidió a entrar en el camarote para sacarlo a rastras y meterle en el bote. La discusión resonaba por encima de los truenos aunque no lo suficiente como para que el contramaestre pudiera oírla. Estaba luchando contra la vía de agua a sabiendas de que su esfuerzo era del todo inútil. El grumete, asustado por la situación, era el único que todavía guardaba una fe ciega en el capitán. Su falta de experiencia le hacía crédulo y la fama que se había labrado el capitán en épocas mejores hacía que sintiera una admiración fuera de toda duda. Así, se afanaba entre los aparejos tratando de mantener el velamen a salvo de las fuertes ráfagas de viento, mientras el timón daba bandazos de un lado a otro fuera de todo control.
El capitán le recriminó al segundo su falta de lealtad y el escaso respeto por quien había dirigido aquel barco durante tantos años. Sentía cómo el contramaestre, apenas recién llegado, le tenía más aprecio que aquella persona con la que tanto había compartido y de la que le separaba ahora un mar de odio y rencor.
Un rayo tronchó el palo de mesana que con un terrible estruendo arrastró la mayor parte de las vergas contra la cubierta abriendo un enorme boquete y dejando la bodega al raso. El segundo de abordo zarandeó a un capitán que a duras penas se aguantaba de pie.
-Id todos al infierno – les gritó a los tres fieles que quedaban en el barco. -Dejadme con mi barco e iros todos donde queráis. Yo solo me basto para mantener este cascarón a flote. El segundo metió al grumete en el camarote y le increpó al capitán –Húndete si quieres con este montón de tablones carcomidos. Vete al fondo del mar, pero hasta aquí te hemos acompañado. Quédate con el grumete mientras preparo el bote. En cuanto vuelva te dejaremos que te ahogues tranquilamente tú solo.
Dando un portazo salió del camarote mientras el grumete contenía las lágrimas completamente asustado por todo aquel estruendo. El capitán apuró otra copa de ron, escuchando cada uno de los ruidos y quejidos de aquel amado barco. Deseó una vez más que se murieran todos aquellos inútiles. No valían para nada. Y volvió el segundo de abordo para llevarse al grumete. En el último momento, todavía con un atisbo de dulzura, le pidió al capitán que recapacitara. Que aún había hueco para alguien más en el bote y que, aun desprovisto de toda autoridad, todavía podía salvar la vida.
Fue en ese mismo momento cuando el capitán pronunció las palabras de las que se arrepentiría el resto de su existencia. Conforme salían de su boca, escupidas con toda la bilis que le quedaba, recuperó un ápice de lucidez. Mientras el segundo se llevaba a rastras a un grumete que todavía confiaba en la valía del capitán, éste, ya completamente desquiciado les increpó que el bote se iría a pique antes que aquel barco. Que se reunirían en el fondo del mar, pero que le tendrían que esperar un buen tiempo.
Ya una vez solo, no se acordaba de la vía de agua. La tormenta zarandeaba un barco completamente a la deriva y al que le quedaban pocas horas a flote. Solo, con el contramaestre ocupado en luchar contra molinos, el capitán comprendió lo imbécil que había sido. Una vez más, la vida le había dado una lección demasiado tarde. En un barco que se hundía, la única esperanza que le quedaba era ser el único que se ahogara aquella noche, aunque por otro lado, el miedo a esa situación le hizo desear que al menos el tripulante que quedaba le acompañara hasta el último momento.
Cuando cerca del amanecer, con un crujido el casco se partió en dos, capitán y contramaestre terminaron en las frías aguas. El contramaestre abrazado a unos tablones, luchaba por tratar de mantener a flote a un capitán que en ese momento lo único que deseaba era que le dejaran morir en soledad.